En España hay casi 500 mil perros de la raza inscritos para la caza recreativa, pero un 10% desaparece tras el fin de la temporada, en febrero. Los más lentos son ahorcados, abandonados o terminan muriendo de hambre. Organizaciones animalistas demandan la prohibición de su uso, vigilancia y más sanciones. Incluso se ha estrenado un documental de denuncia. No es su única desgracia, también los usan en peleas clandestinas.
La caza, otra vez. En febrero en España acaba la temporada de caza de la liebre, que comienza en noviembre, y es cuando cerca de 50 mil galgos, perros que se usan en esta práctica decimonónica y que no responde a una necesidad de subsistencia sino ‘recreativa’, son abandonados, maltratados y muertos.
El partido animalista PACMA y las organizaciones BaasGalgo, Galgos Sin Fronteras y Sociedad Protectora de Animales y Plantas de Madrid, demandaron ayer en la capital española la prohibición de utilizar estos animales para la caza, ya que luego de prestar sus ‘servicios’ algunos de estos ejemplares que se vuelven lentos son abandonados por sus dueños en el campo, acaban muriendo de hambre, atropellados en la carretera o víctimas de una crueldad sin explicación.
«Para ellos no es un animal de estima. Es una herramienta como para un fontanero una llave inglesa. No tienen ningún afecto por los galgos», afirmó la presidente de BaasGalgo, organización que recoge estos perros –del orden de 200 cada año- y les buscan hogares en España, Bélgica y Holanda.
QUEMADOS Y DESPELLEJADOS
Cada temporada un 10% de los casi 500 mil galgos cazadores federados desaparecen. Para las ONG que denuncian es importante desmentir la creencia de que el maltrato es sólo una leyenda. Ellos han documentado más de 50 casos entre el 30 de mayo de 2013 y 1 de enero de 2014 de perros quemados e incluso despellejados para quitarles el chip que identifica a sus dueños.
Otros son colgados de los árboles o les rompen las patas para sacarlos de circulación. En catorce años de trabajo Galgos sin Fronteras afirma que no percibe cambios en el tratamiento hacia ellos. “La imagen de unos galgos colgados en una viña se sigue dando, es una realidad, hemos tenido un caso hace muy poco”, afirman.
Las entidades solicitan medidas preventivas de vigilancia y sancionadoras. No es posible –dicen- que un dueño de galgo, condenado a siete meses de prisión por dos galgos que fueron encontrados semienterrados, diga que no sabía que ahorcarlos era un delito.
En su memoria 2011 la fiscalía de Medio Ambiente investigó 300 casos y culminaron con apenas 32 sentencias condenatorias. Muy poco para la realidad que documentan las organizacionales animalistas, que dicen que desde la legislatura algunos eurodiputados no han escatimado esfuerzos para evitar iniciativas que buscan prohibir la caza con perros, y que el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil le baja el perfil al problema.
«O cortamos desde arriba o esto no va acabar nunca. Tenemos que eliminar la raíz del problema empezando por prohibir la caza con perros”, demandan las ONG.
PELEAS CLANDESTINAS
Desgraciadamente, la caza y el posterior abandono no es la única amenaza para los galgos. Existe un creciente mercado ilegal para el cual verdaderas bandas sustraen los mejores ejemplares a sus dueños –en 2008 documentaron 2.500 robos-, para venta, monta o peleas clandestinas.
Un buen ejemplar puede llegar a los 30 mil euros (en Alemania y Reino Unido son altamente cotizados) y la monta de un semental 1.500 euros. Además, en el mundo rural subsisten espectáculos tan penosos como despreciables: las peleas y apuestas clandestinas, donde los perros menos afortunados terminan como carne de cañón para el adiestramiento de perros de combate.
DOCUMENTAL
La miserable vida del galgo incluso ha dado para hacer un documental, “Febrero, el miedo de los galgos”, que acaba de estrenarse en el Matadero de Madrid. De la directora catalana Irene Blánquez, la película muestra la vida de maltratos y los crueles entrenamientos a los que son sometidos estos larguiruchos animalitos; atados con sogas a vehículos, deben mantener la velocidad que se le impone hasta quedar exhaustos, la mayoría no llega a los tres años de edad.
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