En un segundo la vida de un hombre puede cambiar radicalmente y seguir exactamente la dirección contraria. Eso le pasó a Ric O’Barry. De la fama, el dinero y las ventajas de ser una celebridad de la TV norteamericana, pasó a convertirse en la piedra en el zapato, en el indeseado de una industria millonaria que él mismo ayudó a construir.
Durante casi diez años, desde 1961 y hasta 1970, Richard, apodado solo Ric, fue de los hombres más populares en EE.UU. Como entrenador de Flipper, el delfín que por años se tomó las pantallas de buena parte del mundo en la serie que despertó la adoración colectiva por los delfines, Ric fue el responsable primero y último de aquel suceso.
Siendo apenas un veinteañero y luego de haber pasado por una unidad de destructores de defensa submarina en la marina estadounidense, O’Barry comenzó a entrenar delfines en el Sea Aquarium de Miami, cuando fue contratado por los productores de “Flipper”.
Así fue como llegó a ser parte del grupo que dio caza a los 5 delfines, todos hembra, que entre 1964 y 1967, los años que duró “Flipper”, interpretaron a la popular estrella cetácea. De la nada, porque no había manual alguno, O’Barry comenzó el entrenamiento con ellos, trazando un camino del que seguramente se arrepentirá hasta el último día de su vida.
Fue un éxito absoluto. Su método fue tal que más allá de la trama de la serie, la asombrosa inteligencia del mamífero, explotada en cada giro en el agua, en cada argolla que podía recuperar o sus bellísimos saltos en el pequeño estanque donde hacía “sus números”, transformaron a este hombre no sólo en célebre, sino que en virtual millonario. Años después, con el pelo ya cano y la piel surcada por la vida, recuerda que en aquel tiempo podía cambiar su Porsche cada año por uno nuevo.
Su casa durante siete años fue la misma que en la pantalla figuraba como la casa en que vivían los protagonistas de la serie. Y cada viernes por la tarde, en el horario en que se emitía “Flipper”, sacaba el televisor con un gran alargador para llevarlo a donde estaba el estanque y ponerlo donde los delfines pudieran verlo. Tenía su delfín favorita, Kathy, y cuenta que tanto ella como, Susy, otra de las delfines, eran capaces de reconocerse en las escenas en que cada una aparecía. O’Barry es, sin ser un científico, probablemente de los que más sabe y mejor conoce a los bellos mamíferos.
“Era joven, tenía un trabajo glamoroso, conducía un Porsche, todo era fácil”, ha dicho sobre ese tiempo. Amaba a los delfines y estando con ellos reconoció esa notable inteligencia no humana, entonces entendió que no debían estar en cautiverio. Pero no hizo nada. Y un día todo acabó.
Lo recuerda perfectamente, fue “el día antes del primer Earth Day, en 1970”. La delfín Kathy estaba deprimida, él lo había percibido. A pesar de la “sonrisa” que siempre podemos ver en los delfines y que O’Barry define como “el mayor engaño del mundo”, porque no siempre están felices.
Y en cautiverio no lo están.
Los delfines tienen en el oído el más desarrollado y delicado de sus sentidos. “El mejor sonar humano es apenas un juguete comparado con el de ellos”. Vivir en un tanque, cuando en un día en el mar pueden recorrer 64 kilómetros, y rodeados de gente gritando, es completamente estresante. Lo que no ven quienes pagan el ticket para el espectáculo es que a diario se les suministran medicamentos (Tagamet y Melox) porque hacen úlceras debido al estrés.
Tampoco se sabe que, al igual que las ballenas, los delfines respiran a voluntad y conscientemente, no de manera automática como los humanos. Por lo tanto pueden dejar de hacerlo, si lo deciden. Y fue lo que hizo Kathy.
O’Barry, con seguridad, lo ha contado muchas veces. También lo hace en “The Cove”, el premiado documental que denuncia con imágenes desgarradoras la matanza de delfines que anualmente, entre septiembre y abril, tiene lugar en Taiji, Japón.
“Ella se suicidó en mis brazos –relata con voz queda y emoción contenida-. Nadó hacia mí, me miró, inhaló… yo la solté y cayó de panza al fondo del tanque”.
Al día siguiente figuraba siendo arrestado por intentar liberar delfines en la Isla Bimini. Fue su primer arresto, tanto que cuando en el filme le preguntan cuántas veces ha sido arrestado, él dice devuelta “¿este año?”. Desde entonces los arrestos son habituales para él. Dice que donde quiera que haya delfines en cautiverio y peligro, su teléfono sonará. Y él irá.
Afirma que nunca planeó convertirse en activista, pero se siente responsable de haber incitado la creación de esta industria millonaria de los delfinarios y programas de “nado con delfines”. Antes de “Flipper” no había más de tres de éstos recintos, hoy un solo delfín le puede reportar al negocio más de un millón de dólares al año.
“Yo originé el anhelo de cazarlos, de tanto besarlos y abrazarlos… pasé 10 años construyendo esta industria y he pasado los últimos años tratando de derribarla… contribuía a crear la mayor matanza de delfines en todo el planeta”.
Se refiere a la carnicería de Taiji. Justificada oficialmente por Japón como una práctica cultural del poblado, defendida con violencia por los pescadores y desconocida por la mayor parte del pueblo nipón, pues el lugar se vende turísticamente como el paraíso de los delfines, con imágenes, figuras y todo un culto a los cetáceos. La masacre se hace escondida, lejos de los ojos de cualquiera que quiera ir más allá de la frontera de la “reserva natural” donde tiene lugar la cacería.
Y es que Taiji es el principal proveedor de delfines para acuarios del mundo. Por cada ejemplar pueden llegar a ganar entre 150 y 200 mil dólares. Pero aquellos que no son elegidos por entrenadores que llegan a allí de todo el mundo, son asesinados y su carne vendida para consumo humano. Desgraciadamente la carne de delfín, como la de muchos peces de aguas profundas, está altamente contaminada con mercurio, de los más tóxicos de los elementos.
En su lucha por crear conciencia y lograr cambios se ha ganado el odio de muchos. Partiendo por los parques acuáticos. De la Comisión Ballenera Internacional, organismo que pretende regular la caza y comercio de cetáceos, fue expulsado cuando apareció, cual kamikaze, con una pantalla adherida a su torso mostrando las sangrientas imágenes de la matanza de Taiji. En conocimiento de los hechos denunciados, la CBI, nada ha hecho. Los arrestos por entrar a recintos privados tratando de liberar delfines cautivos son habituales en su bitácora. Dos activistas que han trabajado junto a él han sido asesinadas y pese a que el tema ha visto la luz pública pareciera no importar porque las cacerías siguen produciéndose.
Ric O’Barry ya es un hombre mayor. Tiene 72 años, pero ganas para rato: “Tengo que vivir para ver el final de esta masacre”, afirma en el documental. Y es que dice que para él solo hay dos tipos de personas, las activistas y las inactivas. Y él es de las primeras. A comienzos de este año, encabezó la campaña “Salvemos a los delfines”, de la ONG, Dolphin Proyect, cuyo video y mensaje puedes ver aquí.
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